Ecuador
Los cerros, aunque lo parezca, no son sólo cerros: son
hombres o mujeres, son buenos o malos, celosos o bandidos[1], jóvenes o viejos, sabios
poderosos o divinidades menores y mezquinas. A ellos se les agradece cuando las
cosechas producen bien, se les pide para asegurar la buenaventura de los recién
nacidos y también de los recién casados. Se les achacan los años secos, los muy
lluviosos, los terremotos y, aunque no ocupen ningún nicho en la iglesia, a
ratos en cuestiones de influencia estos cerros o Apus, como se les llama con
reverencia, se disputan el puesto con los santos católicos.
Si se nublan están malgenios, si caen truenos en sus
cumbres están iracundos. Andan rodeando los valles con apariencia de comunes
mortales y recompensando la bondad o castigando la avaricia de la gente con la
que se topan. Si hay un deslave en sus laderas es porque algún advenedizo
estuvo a punto de encontrar los tesoros que con recelo ocultan. Son capaces,
según dicen los mayores, de demostrar infinita ternura o terrible enojo.
Cuentan estos mismos mayores, que cuando joven el Imbabura correteaba a las lindas
guambritas, de entre todas ellas se casó con María de las Nieves Cotacachi. De
esa unión nació un guagua que no ha acabado de crecer; por apelativo lleva el
de Yanaurco y por apellido el de Piñán, está al lado de su madre y juega entre
lagunas, montes y nieblas. Ficticia o no la fama de huaynandero[2] de este cerro, parece que
hubo muchos vástagos más. Hasta hace poco era cosa común entre las longuitas
responsabilizar al taita Imbabura por preñeces incómodas de explicar de otra
manera.
Ahora entre nieblas el Imbabura ha madurado y la
paternidad de los guaguas, cuando no hay más recurso, se arroja a otros seres
mitológicos como el Chuzalongo. A esta montaña la ve la gente común como a un
protector y los yáchak[3] como a un poder superior
capaz de inspirarlos y guiarlos.
El Chimborazo,
pese a ser el más grande, no tiene el mágico poder que posee el Imbabura.
Aunque cuentan, los que así lo oyeron, de su inmensa fuerza, demostrada a las
claras cuando hace mucho tiempo su mujer, la mama Tungurahua, poseedora de un carácter eruptivo, y según parece algo fogoso,
tuvo un romance con el vecino Altar. Parece que les resultó difícil ocultar el
secreto idilio, sobre todo tomando en cuenta que el agraviado es tan alto que
todo lo ve.
Más temprano que tarde, taita Chimborazo se dio cuenta
del engaño y descargó toda su furia contra el inoportuno que le robaba los
cariños de su amada. El desdichado Carihuairazo
salió en mala hora a favor del Altar, que iba recibiendo la peor parte en la
contienda. Pero ni entre los dos, pudieron contra el poderoso y celoso
Chimborazo. Desde entonces, ambos perdedores lucen maltrechos, sus cumbres
derrumbadas y su gallardía apabullada.
La Tungurahua, inconforme, lanza humos y fuegos cada
vez que se acuerda de su frustrado romance.[4]
[1] En este contexto, pícaro o mujeriego.
[2] Quichuismo que significa mujeriego.
[3] Sabio, en kichwa.
[4] Recogido por Jorge Juan Anhalzer, en Entre Nieblas. Mitos, Leyendas e
Historias del Páramo. Proyecto Páramo Andino y Editorial Abya - Yala. Quito.
2009.
2 comentarios :
Es muy bueno volver a los mitos andinos, permite reconstruir nuestra identidad. Gran aporte!
Gracias por comentar, ese es el mensaje que queremos transmitir, continúa visitando este espacio, tenemos mucho contenido interesante.
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